En medio de los caprichos impredecibles de la infancia y la ligereza de la risa, hay un tierno momento que toca profundamente nuestro ser, el amoroso fin de las travesuras de la niñez de nuestra bebé.
Cada pequeño capricho que tienen hace que sus poderes lleguen a nuestros corazones como si estuvieran acariciando una larguísima añoranza, nuestros propios sentimientos convencidos, más allá de las palabras. Nos encontramos encantados por ellos, suavizándolos, ofreciéndoles consuelo y apoyo, deseando llevarse cualquier tristeza que puedan sentir.
Aunque es difícil verlos crecer, nosotros también realizamos que compartir temores es una parte de su desarrollo. Es cómo ellos comunican sus necesidades, miedos y incluso alegrías. Y mientras secamos sus lágrimas y los abrazamos, aprendemos a ser su apoyo constante a través de la vida, levantándolos a pesar de la tormenta que la vida les traiga.
Con cada lágrima que derraman, valoramos la oportunidad de mostrarles que nunca estarán solos y que estaremos allí para envolver sus lágrimas y compartir sus penas. Estos tiernos momentos forman conexiones inquebrantables que perdurarán toda la vida.